domingo, 18 de noviembre de 2018

Cuando muere un ser querido


La muerte de un ser querido es indeseada y, a veces, inesperada. Se experimenta un dolor profundo, como una herida expuesta. Algo se quiebra en nosotros, algunos se bloquean y otros sienten que pierden el control.
Pero lo cierto es que, sea cual sea nuestra reacción, entramos en un letargo o duelo, un estado normal luego de experimentar tan dolorosa pérdida.
Por lo tanto, es esencial darnos el tiempo que sea necesario para reaccionar y rearmarnos, además de permitir que las personas que amamos nos acompañen. Muchas veces sus gestos, miradas y abrazos, nos sirven de consuelo y ayudan a que sea un poco más llevadero este duro trance.
En los primeros momentos, uno tiende a rememorar y repasar las vivencias compartidas con la persona ausente, sobretodo junto a la familia directa. Recuerdo que, en lo personal, cuando murió mi mamá, mis hermanos y yo sacamos una serie de álbumes familiares, una manera de asirnos fuertemente a su imagen y experiencias vividas, una especie de conmemoración colectiva, que nos unió apesar de las diferencias que teníamos entre nosotros.
No existe un tiempo determinado en que todo pase, más bien uno aprende a sobrellevarlo. Pero esa aflicción se vuelve a vivir cada vez que quisieramos que esa persona estuviese presente en acontecimientos importantes, compartir con ella logros o sentimientos.
La muerte también nos transforma. Comenzamos a valorar otros aspectos de la vida, pensamos de forma distinta y nuestro compromiso con la vida es más profundo.
Con el tiempo, vamos aceptando su falta, ya que lo vemos con cierta distancia y perspectiva. Recuperamos poco a poco las fuerzas y procesamos nuestros sentimientos. Los recuerdos y afectos estarán siempre presentes, y sabemos que ese ser querido no nos abandonará jamás porque su esencia nunca desaparecerá de nuestros pensamientos.